Premio a la vida y obra
de un periodista


Roberto Posada García Peña

Hace justamente 30 años mi abuelo, Roberto García-Peña, fue galardonado con el primer Premio Nacional de Periodismo Simón Bolívar, otorgado por Seguros Bolívar. Semejante honor, que de veras emociona y enaltece, me ha correspondido hoy a mí, en circunstancias en las cuales debo necesariamente evocar el nombre de quien me vinculó a este oficio —“el más hermoso del mundo”, según Albert Camus— desde muy tempranas calendas. 

Hacer el recuento de lo que podría ser mi biografía en el ámbito periodístico resultaría inoficioso y petulante. Baste señalar que comencé escribiendo de fútbol bajo el seudónimo de “Un hincha azul”, pues además lo jugaba en el parque de Teusaquillo, y eso demuestra cómo se han transformado las situaciones con el correr de la vida, al menos desde el punto de vista corporal. Por ventura mis hijos Roberto, Gabriel y Felipe son hinchas apasionados del balompié y la sala de mi casa no es una cosa distinta que una cancha de fútbol con sillas cojas, mesas rotas y cuadros vulnerados por los inclementes golpes diarios de la pelota. 

Pero si bien la afición deportiva fue apagándose, en mi caso, como una vela, mientras crecía el apetito y aumentaba de peso, han surgido, en cambio, otras preocupaciones y desafíos. Por ejemplo, la dirección de Lecturas Fin de Semana —antes Lecturas Dominicales, de cuya responsabilidad hace años me encargaron Hernando y Enrique Santos Castillo (¡cuánta falta nos hacen!)—; o el oasis que constituye haber participado en la fundación, y aún estar al frente, de una publicación literaria y estéticamente reconocida por su buen gusto como es la Revista Credencial.

Orgulloso me siento, asimismo, de pertenecer a una casa editorial —que es muy distinta a una fábrica de zapatos o de salchichas, sin desechar los zapatos ni subestimar las salchichas— que, aparte de publicar El Tiempo, tiene productos periodísticos de reconocida calidad. Aludo concretamente a Portafolio, convertido hoy en el primer diario económico del país; al igual que a la revista Motor, la guía automovilística por excelencia; al periódico Hoy, con una información local informativa, rica y oportuna, e incluso a la temáticamente polémica revista Carrusel. Para no extenderme sobre la revolución creativa que significa Citytv como canal regional de televisión.

Y me alienta sobre todo la inquietud, también inculcada por mi abuelo, de la pasión por la política. Soy, pues, un columnista esencialmente político. Antes lo era visceralmente, pero las cosas, como el vino, también se han decantado en ese sentido. Y en condición de tal debo aprovechar este escenario para quejarme y reclamar de paso por esa especie de cremación de la historia política contemporánea que existe hoy en el país. 

La gente, en términos generales, ignora la historia reciente, para no hablar de la llamada Historia Patria. Eso no sería tan angustioso si no fuera porque semejante reclamo comprende muchas veces a los denominados cronistas políticos, ignorantes casi por completo tanto de su entorno como de su pasado inmediato. 

Hace dos años, por ejemplo, durante un fin de semana llamé a varios medios para comunicar que había fallecido el “Tigrillo” Noriega. Que hubiera sido amigo mío del alma, poco importa. Lo grave es que algunos preguntaron si se trataba de un espécimen del Zoológico Santa Cruz, cerca de Mesitas del Colegio, y no de la persona, que, como ministro de Gobierno, tuvo que dirigir quizás las elecciones más complejas del siglo pasado, cuando la Anapo señaló públicamente que se las habían robado, el 19 de abril de 1970, y por ese motivo surgió el M-19, entonces como movimiento clandestino, con todos sus desarrollos posteriores. 

Y lo propio volvió a ocurrirme hace pocos días. Llamé a algún noticiero de televisión para contar que me había enterado de la muerte de Raimundo Emiliani Román y el periodista me preguntó si era el mismo que presidia el Reinado Nacional de la Belleza y el que había inventado los “puentes”. Le aclaré sus dudas advirtiéndole que lo de los lunes festivos no solo era cierto sino que de alguna forma constituía una evolución en nuestras costumbres turísticas, pero que Emiliani había sido más que eso: gran orador parlamentario, amigo estrecho del doctor Álvaro Gómez —y supongo que también de Laureano—, hombre culto y godo a morir... Esto no es un defecto, sino simplemente una acotación. 

Sí, lástima que en las escuelas de Comunicación Social no enseñen historia política contemporánea, para conocer mejor el mundo peculiar en que deben desenvolverse los redactores políticos. Ayer con más mística y mucho mejor preparados que los de hoy, salvo excepciones —que siempre las hay—. 

Quizás por ello conviene resaltar un hecho. A mi juicio son las mujeres, más que los hombres, las que hoy brillan con luz propia a nivel del periodismo de opinión. Y no apenas con luz propia sino con agallas —digo—, como sinónimo de seres valientes. Uno puede estar de acuerdo o muy en desacuerdo con varias de ellas, pero precisamente porque conocen la historia tienen un sólido criterio individual que saben transmitir para construir cultura política y formar identidad. 

Me refiero, verbigracia, a escritoras como María Jimena Duzán, galardonada hoy, por eso mismo, como la periodista del año; la osada Salud Hernández, de quien disiento de buena parte de sus columnas, aunque admiro otras, al igual que de la aguda María Isabel Rueda; la punzante Florence Thomas; la rigurosa Marianne Ponsford; la suave Gloria Inés Arias en El Siglo y, de seguro, unas cuantas plumas más que se me vuelan, sin excluir a “Aleyda” la iconoclasta, auténtica creación de Vladdo. Pero que tienen —independientemente de su posición ideológica— un polo a tierra que les permite ahondar en los temas que abordan sin incurrir en la trivialidad. Bien por ellas y espero por eso que mi hija, Carmen Posada, siga sus pasos algún día en estos quehaceres —tan gratificantes como poco rentables—, ¡y que el día esté cercano! 

Llevo, pues, más de tres décadas ejerciendo el periodismo escrito, con la variación que, súbitamente, he descubierto en los encantos fascinantes de la televisión. Me encanta mi oficio pero no puedo negar que, tal vez por las experiencias adquiridas con el transcurso del tiempo, es por lo que pecamos los periodistas cuando sentimos que tenemos privilegios sobre el ciudadano del común, y con frecuencia pretendemos convertirnos en figuras casi intocables, lo que sin duda le hace mal a la profesión. Es ello tan preocupante que conceptos como el de la libertad de prensa tienden a ser revaluados por la sociedad colombiana, e incluso se corre el riesgo de que determinados editorialistas establezcan, como lo han hecho, la necesidad de consagrar legalmente el delito de opinión como consecuencia de ciertos excesos. 

Todo lo cual —de formalizarse— sería una amenaza muy grave, pero demuestra hasta dónde la libertad de expresión se convierte en un asunto menor o al menos no prioritario en democracias como la nuestra, en la que tradicionalmente tal principio ha sido axiomático y casi sagrado. Pellizquémonos, pues, no solo para recapacitar sino para cerciorarnos de que somos hombres y mujeres de carne y hueso, animados de buenas intenciones pero no exentos de defectos. Y para convencer a las distintas audiencias sobre la urgencia de que, sin prensa libre, no hay fiscalización, y que, con prensa desbordada, la fiscalización puede convertirse en ultraje. 

Muchas gracias señor Grijelmo, presidente ejecutivo de la agencia de noticias Efe, por venir a Bogotá a entregar esta presea, máximo galardón del periodismo nacional, que mucho me honra. Igualmente quiero agradecer por su decisión a los miembros del Jurado, tan prestantes como ideológicamente antagónicos en no pocos casos, y felicitar a todos los galardonados por sus merecidos premios en los distintos géneros. Lo que hace Seguros Bolívar desde hace tres décadas —gracias a la dedicación que a tan loable esfuerzo le han puesto su presidente, José Alejo Cortés, e Ivonne Nicholls, secretaria ejecutiva de este empeño y amiga entrañable de las manifestaciones del alma— es un homenaje a un gremio que, a pesar de sus fallas, interpreta el sentimiento y el pensamiento de lo que constituye una nación convulsionada. 

Y, sin convertir esto en retahíla de ciclista después de coronar el triunfo, gracias también a mi padre, Jaime Posada, fundador y rector magnífico de la Universidad de América y director de la Academia Colombiana de la Lengua, y a mi madre, Maryluz García-Peña, quien con sus permanentes oraciones vela por la salud espiritual de la familia. Así como a la solidaridad inalterable de mis hermanos y de diligentes médicos y amigos cercanos en recientes y duras épocas. 

Y, sobre todo, a mi esposa Lorenza por comprender, con su talento artístico y su vocación intelectual, el hecho de que cuando escribo mi columna estoy en efecto trabajando y no exactamente dedicado al ocio, aunque también escriba sobre ocio, o cocinando alguna receta política desde la pantalla, gracias a la receptividad de Colombiana de Televisión, la programadora del inolvidable Paco De Zubiría, y al frente de la cual hoy continúa su hija Adriana. 

Gracias, pues, Lorenza por entenderme y aguantar tanto —lo que Ortega definía como “yo soy yo y mi circunstancia”—, y a ustedes por tener suficiente paciencia para oír estas palabras deliberadamente coloquiales.